Origen
Querido y gentil lector:
Todo empezó en una mañana cualquiera, de esas que no parecen anunciar nada especial. Afuera, el mundo ya se movía con la velocidad de costumbre, pero, en mi pequeño escritorio, el tiempo tenía otro ritmo. El sol entraba oblicuo por la ventana, dibujando líneas sobre el cuaderno abierto. Tenía una hoja en blanco frente a mí y la sensación habitual de no saber por dónde empezar. No era la primera vez, y, con los años, aprendí a no desesperar ante esa pausa. A veces, es justamente ahí donde comienzan las cosas.
Recuerdo bien el origen del logo, aunque suene extraño decir que eso vino antes que todo lo demás. Fue durante una clase de diseño. El profesor Noé nos pidió imaginar una empresa que aún no existía. Teníamos que crear su identidad visual desde cero. Mientras los demás parecían avanzar con seguridad, yo me quedé atrapado en el primer paso: elegir un nombre.
La hoja seguía en blanco y la pantalla, también. Pensé en usar mi propio nombre, pero algo no encajaba. Tal vez fue una cuestión de ritmo, o tal vez una vieja manía: las iniciales de mi nombre completo formaban una secuencia que siempre me resultó incómoda. Así que dejé fuera una letra. Solo eso. Pequeño gesto, gran alivio. Y con eso quedó Ugo. Corto, claro, sin pretensiones. Me gustó. Jugué con las formas, sin mucha técnica, hasta que apareció una figura mínima: una carita hecha con trazos sencillos, pero con una expresión que no podía definir del todo. Me pareció honesta. Me representaba más de lo que imaginé.
Lo curioso es que esa fue la primera vez que algo que hice recibió elogios inesperados. Noé dijo que un buen logo no tenía que esforzarse por llamar la atención; solo necesitaba ser recordado, como quien deja una marca sin hacer ruido. Guardé esa frase sin saber que, años después, volvería a mí como una brújula.
Pero la imagen no era suficiente. Faltaba el nombre. El definitivo.
Durante mucho tiempo usé las redes solo como un espacio de paso. Compartía textos breves, algunos poemas, nada estructurado. La cuenta tenía un nombre bonito, pero limitado. No era capaz de abarcar todo lo que quería mostrar: los escritos, sí, pero también los bocetos, las ideas, las formas. Esa otra parte de mí que siempre había estado ahí, aunque sin título.
Una tarde me senté con una libreta vieja. Ahí, en sus páginas algo arrugadas, había reunido palabras que me gustaban. Algunas largas, otras más simples. Todas tenían algo que me detenía por un momento cuando las leía. Fue entonces que, casi sin darme cuenta, tomé las iniciales de algunas: narrativa, utopía, balada, odisea, rima, yelmo, tragedia, alegoría.
Nuboryta.
Al decirlo en voz baja, algo encajó. No sabía muy bien qué significaba, pero tenía ritmo. Tenía cuerpo. Era un nombre que parecía existir desde antes de que lo encontrara. Y esa certeza, aunque difícil de explicar, fue suficiente.
Con el tiempo, todo fue tomando forma. Lo que nació como un ejercicio académico y un juego de sonidos se convirtió en algo más concreto. Un espacio que se fue definiendo no por su estructura, sino por lo que ofrecía: un respiro. No una empresa, ni un producto, ni una marca que intenta convencer. Solo un rincón pequeño donde escribir y leer puedan recuperar su sentido más simple.
Para mí, escribir llegó tarde, al menos más tarde de lo que me hubiera gustado. Pero cuando llegó, lo hizo para quedarse. No como un pasatiempo, sino como una manera de acomodar el mundo. Un modo de entender los días, incluso los más difíciles. Y eso fue lo que dio forma al propósito: compartir historias que no buscan ser perfectas, sino sinceras. No se trata de inventar grandes cosas. Se trata de contar lo que merece ser contado, aunque sea desde lo más pequeño.
Nuboryta no sigue calendarios estrictos ni esquemas repetidos. Cada texto encuentra su propio camino. Cada proyecto tiene un ritmo distinto. Y eso, lejos de ser un problema, se volvió la regla más firme: dejar que las cosas respiren. No apurarlas. No forzarlas. Porque, a veces, lo valioso no es lo que se grita, sino lo que se ofrece sin apuro.
Este espacio no nació para competir ni para agradar a todos. Nació como una forma de resistir el impulso de rendirse. De seguir escribiendo, aunque nadie lo espere. De leer sin sentirse culpable por el tiempo que pasa. De encontrar una pausa, aunque breve, en medio del ruido.
Hoy, al mirar atrás, no veo una línea recta ni un plan bien trazado. Veo momentos sueltos que, sin saberlo, iban construyendo un camino. Desde aquella clase, pasando por las dudas, los intentos fallidos, los nombres descartados, hasta llegar a esta forma actual. Todo fue necesario.
Y, si estás leyendo esto ahora, quizás sea porque también buscas un espacio así. Uno que no te pida nada. Uno que no imponga. Que simplemente esté ahí, como una casa a la que puedes volver cuando quieras.
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